Pontificia Universidad
Católica de Chile
Facultad de Teología
Lección Inaugural del año
académico 2012.
Prof. Henri-Jérôme Gagey
Instituto Católico de París
La resurrección del Señor. ¿Tiene
sentido hablar de un acontecimiento histórico accesible sólo a la fe?
La
pregunta planteada por la normatividad de la historia en teología pone en juego
el corazón de la fe cristiana. Como todos sabemos, la fe cristiana no consiste
en una idea filosófica o en un sistema de valores sino en la afirmación de un
acontecimiento que inaugura una nueva comunión con Dios, en la espera de la
consumación de los tiempos. Pero ¿podemos verdaderamente considerar la
confesión de la Resurrección de Jesús como una afirmación histórica con la
pretensión de verdad que ella implica, tras dos siglos de búsqueda del Jesús de
la historia? Antes de entrar en el tema algunas palabras de introducción sobre
esta relación entre historia y cristología.
1.-
Historia y Cristología
En
una rápida mirada recuerdo datos por lo demás bastante conocidos sobre esta
articulación. Después de un siglo consagrado a la investigación acerca del Jesús
Histórico nos encontramos ante una situación contradictoria: por un lado, el
trabajo de los exégetas teólogos en el siglo XX ha puesto las bases de un nuevo
paradigma cristológico. Los clásicos tratados De Christo para los cuales la humanidad de Jesús no era más que un
teologúmeno, sin consistencia ni densidad histórica, se han encontrado en un
tiempo record relegados en museo de las antigüedades teológicas. Estamos lejos
del tiempo en que, como escribía Walter Kasper, “en el modo habitual de los
cristianos, Jesucristo es más o menos considerado como un Dios caminando en la
tierra y en quien la humanidad no es en el fondo sino el disfraz o la decoración
tras la cual Dios mismo habla y actúa.[…] Ya no está muy desarrollado en la
conciencia de los cristianos medios la enseñanza de la Biblia y la Iglesia
según la cual Jesús era un hombre verdadero y completo, con un alma humana y
una libertad humana[i].”.
Como
lo escribe el mismo autor en su prefacio a la nueva edición de la misma obra
treinta años más tarde:
“Tenemos
hoy más razón aún que hace treinta años al sostener la identidad de Jesús
terrestre y de Cristo glorificado […] la crítica histórica moderna no conduce
de ninguna manera al desmontaje de la fe tradicional […] su aplicación crítica
arroja una luz nueva sobre la persona y sobre la reivindicación de Jesús,
destacando su frescura, su originalidad y su carácter único[ii].”
En
definitiva, para este autor la cristología de fines del siglo XX pueda apoyarse
“sobre una base histórica sólida[iii].”. Suscribo sin
dificultad esta constatación optimista pero debemos admitir que ésta contrasta
de manera provocativa con el balance negativo que hacen buenos autores de los
resultados de las tres búsquedas del Jesús histórico, incapaces, según ellos,
de producir resultados que logren unanimidad. Es lo que resulta del balance
conocido, establecido por Albert Schweitzer en 1906, de lo que se ha llamado
más tarde “la primera búsqueda acerca del Jesús de la historia”. Esta búsqueda
produce, según él, una irreductible diversidad de retratos de Jesús cuyo principal
rasgo común es que cada uno se asemeja o se parece extrañamente a su exégeta[iv].
Joseph Ratzinger comparte la misma apreciación sobre los resultados obtenidos
por la exégesis crítica en un artículo escrito en referencia a la segunda
búsqueda[v].
Por último, según el exégeta suizo Daniel Marguerat, la tercera búsqueda ha
producido una serie de descripciones de Jesús, incompatibles unas con otras[vi].
Por
otra parte, el carácter científico del trabajo histórico no consiste en la
producción de una representación “objetivamente verdadera” del pasado sino en
un trabajo crítico acerca de los relatos que circulan en una sociedad dada y
moldean la conciencia de sus miembros. El trabajo histórico interviene como un
tercero en un conflicto de interpretaciones cuyo objeto son estos relatos,
mediante la producción de un discurso “relativamente controlado” por un
conjunto de procedimientos que impiden decir cualquier cosa. La historia
crítica aparece pues como un “espacio de objetivación” que “modera” los
conflictos de interpretación y atenúa su violencia, sin poder zanjarlos.
La búsqueda del Jesús de la historia ha
cumplido una función equivalente; ha permitido la constitución de cristologías
criticadas, es decir, impedidas de decir cualquier cosa. En particular esta
búsqueda ha llevado a las cristologías contemporáneas a tomar en serio la
humanidad de Jesús, que no fue un hombre
en general sino este hombre, este profeta judío inclasificable que nació
en un lugar y en un tiempo dado, y que determina la significación de su misión.
Pero la búsqueda del Jesús de la historia no ha resuelto los conflictos de interpretación
cuyo objeto por esencia es la figura de Jesús y que Lucas describe como “piedra
de escándalo” (Lc 20.17-18), “signo de contradicción” que hace sacar a la luz “los
pensamientos de un gran número de personas” (Lc.2, 34-35). Diciéndolo de otra
manera: la exégesis crítica puede aclarar la significación de la afirmación que
señala “felices los pobres de corazón”. Ella permite a las Iglesias evitar
contrasentidos tremendos en el uso que hacen de este texto. Pero la exegesis no
puede pronunciarse sobre su verdad, es decir, sobre su capacidad de orientar
una existencia histórica.
En
el origen de la cristología no se afirma “el Jesús de la Historia” es decir, una
figura histórica, coherente, construida a partir de datos seguros, que consigue
la unanimidad entre los investigadores; una figura histórica que la
cristología, en un primer tiempo, tendría que recibir como un material bruto
para que, en un segundo momento, la interpretara en la fe. En el origen de la
cristología se afirma con claridad un Verbo, un relato inspirado e inspirador,
un testimonio de fe transmitido por una tradición, implicado desde el comienzo
en un conflicto de interpretación interminable, por ejemplo y fundamentalmente,
el conflicto acerca de la interpretación de la Torá que opone a Jesús con sus
interlocutores. La cristología que recibe este relato en la fe debe por
supuesto someterlo a una investigación crítica que le impide hacerle decir
cualquier cosa. Pero, en el fondo, el objeto del conflicto de interpretación continúa
siendo el señorío o la divinidad de Jesucristo, conflicto que se decide sobre
la base de la potencia que se le reconoce a su Evangelio como palabra de Vida. Este
debate sigue siendo un debate histórico pero en un sentido en que la palabra
historia designa nuestra condición y la historia que tenemos que hacer, que
corresponde al término de historicidad.
Sobre
la base de estas aclaraciones epistemológicas, quiero ahora entrar directamente
en el tema: ¿En qué sentido la afirmación de la resurrección de Jesús puede ser
considerada como una afirmación histórica?
2.-
Un acontecimiento real accesible sólo a la fe.
En
lo que respecta a la resurrección de Jesús el resultado más beneficioso de casi
un siglo de debates entre exégesis y teología dogmática es haber liberado a los
teólogos de la tentación de establecer la realidad de la resurrección según los
procedimientos de objetivación que se usan en la ciencia. Renunciando a transformar
la fe en un saber estos procedimientos definen la resurrección como un
acontecimiento real pero accesible sólo a la fe por cuanto ésta constituye “la
forma irreductible al saber y sin común medida con él de una toma de posición
del hombre respecto del conjunto de la realidad[vii]
“. Este punto constituye un consenso entre los teólogos cristianos de tendencia
ortodoxa pero no fundamentalistas, ya sean católicos o protestantes, de Jürgen
Moltmann a Hans-Urs von Balthasar, de Claude Geffré a Walter Kasper. Voy a
recoger rápidamente este consenso sin detenerme a justificar todas mis
afirmaciones en referencias precisas.
Desde
la perspectiva de estos teólogos, la afirmación de la resurrección de Jesús en
persona constituye el principio dogmático fundamental de la fe cristiana. Esta
fe en efecto no es esencialmente la adhesión a una doctrina de Dios o a un
código moral o a un principio teológico, por ejemplo la justificación del
pecador o cualquier otra cosa, sino la confesión de la resurrección del
crucificado que constituye el acontecimiento escatológico, la inauguración del
fin de la historia [viii].
Confesar la resurrección de Jesús no es “anunciar su retorno a su condición
mortal anterior” [ix]
“sino reconocer que Él es el Señor “elevado” que, en la fuerza del Espíritu,
inaugura los tiempos nuevos de la nueva comunión con Dios.
Así, todos concuerdan en subrayar que nunca el
Nuevo Testamento presenta la resurrección como un hecho “objetivamente”
constatable, sin la participación del hombre en su fe. Ella es la irrupción de
un imposible que solo se puede creer, un acontecimiento “sin analogías”
distinto de lo que se puede leer como relatos de “reanimación” en el Antiguo
Testamento o en la literatura religiosa mundial. Razón por la cual todo intento
de prueba, todo intento por hacer verosímiles sus relatos debe ser excluida. En
particular, apelar a los testigos, a su sinceridad, no prueba nada. Un
testimonio sincero permite establecer la realidad de un hecho del que es
posible hacer, por otro lado, una experiencia análoga. No es el caso de la
resurrección y de las apariciones de Jesús visto su carácter de hapax (De una vez para siempre) que les
es propio[x]. Por
supuesto la resurrección es confesada como el fin de la historia irrumpiendo en ella [xi]donde
ha dejado “una huella concreta […] a saber las apariciones, la tumba “abierta[xii].”.
Evidentemente los relatos de los descubrimientos de la tumba “abierta[xiii]”
son importantes para comprender lo que significa la fe pascual como afirmación
de la Resurrección de Jesús en persona. Pero el establecimiento de su
verosimilitud no constituye una prueba. Del mismo modo, la falta de realismo de
los relatos de las apariciones, la ausencia de coherencia narrativa entre las
distintas versiones muestran claramente que ellos no apuntan a poner por
escrito testimonios “exactos de los acontecimientos que relatan”. Incluso Wolfhart
Pannenberg, uno de los escasos teólogos sistemáticos contemporáneos preocupado
de presentar la resurrección como un hecho histórico susceptible de prueba,
renuncia a apoyarse en los relatos evangélicos, demasiado legendarios, según
él, y se concentra completamente en el relato de 1Corintios 15, 1-11[xiv].
Todos
subrayan, pues, que la fe en la resurrección implica la afirmación de la
existencia resucitada de Jesús en persona, pero que su percepción por los
apóstoles es posible por los ojos de la fe como lo decía ya Tomás de Aquino[xv].
Para calificar el estatuto epistemológico de esta afirmación, ellos hablan de
un acontecimiento real, sin embargo accesible sólo a la fe , o de un
acontecimiento objetivo y sin embargo siempre escondido e inverificable[xvi]
o incluso de un acontecimiento supra o transhistórico. Tales enunciados son
claros en lo que quieren afirmar pero
nada impide que dejen perplejos. Decir que el Resucitado sólo ha sido “visto” por
los “ojos de la fe” es efectivamente definir, mediante una conceptualidad
teológica ad hoc, una categoría de
acontecimientos, dotados de un estatuto epistemológico absolutamente singular
que no permite pensar “las cosas de la fe” en su relación efectiva “a las cosas
de la vida”.
3.-
La palabra y la visión
Para
establecer este punto, se hace necesaria una etapa filosófica. Señalo
brevemente los recursos que esta etapa encuentra en la crítica contemporánea de
una epistemología viciada por el objetivismo o por el “realismo ingenuo”. Según
este tipo de epistemología, lo real se da primeramente bajo el modo del hecho
bruto, inmediatamente accesible a la percepción, y anteriormente al discurso
que sólo dice el sentido de un modo segundo. Sin embargo esta disposición no es
la que se presenta respecto “al acontecimiento pascual” y a sus huellas en la
historia, pues no hay de ello una percepción posible fuera de la fe. De donde
se entiende la sospecha crítica que niega su realidad. Según un razonamiento al
que ya estamos acostumbrados, la teología contemporánea resiste a la sospecha
en nombre de una “crítica de la razón crítica” y subraya que la dificultad que
aparece a propósito de la resurrección es la misma dificultad con la que choca
toda teoría de la percepción; el mundo que abordan los sentidos es siempre un
mundo ya hablado, representado e interpretado . El realismo ingenuo quiere
ignorar esto y plantea que para permanecer en lo verdadero el hombre puede y
debe decir sólo lo que él ve. Este realismo oculta así el largo aprendizaje que
es necesario para que se organice de manera sensata, “visible” el flujo caótico
de impresiones sensibles. Lo más frecuente es que el hombre vea solo lo que le
ha sido dicho y que nada le es perceptible que no le haya sido de antemano
anunciado. Como lo dice François Jacob: “se puede fácilmente examinar un objeto
durante años sin jamás sacar de ello la mínima observación de interés
científico. Para aportar una observación de algún valor es necesario, al
comienzo, tener una cierta idea de lo que hay que observar. Se requiere ya
haber decidido acerca de lo que es posible. Si la ciencia evoluciona, es a
menudo porque un aspecto desconocido de las cosas se devela sorpresivamente, no
siempre como consecuencia de la aparición de un equipamiento nuevo sino más
bien gracias a una nueva manera de examinar los objetos, considerándolos bajo
un respecto o un ángulo nuevo”[xvii] .
Es por ello que el mejor camino para comprender cómo se puede llegar a la fe en
la resurrección es, sin duda, aquel de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35):
Sólo tras el repaso de su propio camino con Jesús antes de su muerte en cruz y
una confrontación de su experiencia con las Escrituras, es posible que la
presencia de este compañero deje de ser solamente un hecho enigmático y fácil
de olvidar. En el camino de Emaús creer en la resurrección de Cristo es acoger una
palabra que quema los corazones decepcionados y abre los ojos impedidos de ver.
Los testigos pueden entonces reconocer quién es Jesús crucificado. Dicho de
otra modo en la expresión del apóstol Pablo: “la fe procede de la escucha de la
Palabra” (“Fides ex auditu”).
Para
quien plantee la pregunta por un acceso a la certeza de la Resurrección, el
recorrido exegético y el cuestionamiento epistemológico que acabo de esbozar, son
sólo consideraciones preliminares. Es necesario entonces plantear por sí misma la
pregunta acerca de la verdad de la Palabra y del proceso por el cual esta
palabra abre los ojos de los creyentes al destino de Jesús. Pues si, de
generación en generación, éstos han creído en su resurrección no es por haber
sido personalmente testigos de sus apariciones o por haber sido convencidos de
la veracidad histórica de los relatos que testimonian de ellas. Es solo en
virtud de esta Palabra que hace su camino en estos testigos mientras la meditan,
la escrutan, la cantan y la aplican existencialmente a sus vidas. Comprender
que se pueda creer de esta manera en la resurrección, por el llamado de la Palabra,
es comprender en qué esta fe constituye una decisión sensata acerca de la
Verdad de la Vida, tal como ella se expone en la predicación, el comportamiento
y el destino total de Jesús.
Para aclarar este punto voy a adentrarme ahora
en un recorrido evangélico existencial con el fin de poner en evidencia la
paradoja siguiente: los relatos evangélicos nos presentan a Jesús como aquel
que realiza la gracia en nombre de Dios su Padre pero, por su radicalidad, este
don de la gracia implica algo de escandaloso, incluso de insoportable para sus
auditores. En este contexto, el anuncio del misterio pascual aparece como algo
que permite superar el escándalo y dar al don de la gracia su carácter de buena
noticia. Entonces podemos comprender el tipo de decisión sensata sobre la
verdad del mundo que constituye la fe en su Resurrección.
4.-
La insoportable palabra de la gracia
La
exegesis contemporánea nos ha acostumbrado a considerar de qué modo, por sus milagros
o exorcismos, por su comensalidad con los pecadores y por las parábolas de la
misericordia, Jesús se presenta como aquel que “abre a los pecadores los brazos
de Dios”. Gracias a este gesto de acogida incondicional, Él da testimonio de la
filantropía del Padre, en cuyo nombre restaura a los pobres, los pequeños, en su
dignidad de hijos de Dios, y realiza su gracia abundantemente para con los
pecadores endurecidos. Sabemos que esta actitud suscita el gran escándalo de
los guardianes del orden y de los piadosos cuyo moralismo duro odia al pecador y
no soporta el desorden impulsado por la trasgresión.
La presentación de Jesús como anunciador del Evangelio
de la gracia para los pobres y los pequeños ha llegado a ser, a justo título,
un lugar común que encuentra fácilmente, incluso fuera de la Iglesia, la
simpatía de una época como la nuestra, prendada del amor. Además goza del favor
de numerosos ensayistas incluso no cristianos. Pero sería quedarse en la
superficie de las cosas si nos contentáramos con subrayar este aspecto, por
cierto muy real, de la misión de Jesús. En efecto, según el testimonio de los
evangelios mismos, el acontecimiento de gracia que constituye el encuentro de
Jesús tiene algo de realmente insoportable no solamente para los guardianes del
orden y los piadosos sino también para los que reciben la gracia. Esto se puede
expresar en pocas palabras así: viéndolo humanamente, no es deseable vivir
solamente por la gracia, cada uno quiere ser amado porque lo merece.
Es lo que se expresa, por ejemplo, con la
murmuración de los obreros de la primera hora que rechazan, después de haber
trabajado duro toda la jornada, que se les trate como a los obreros de la hora
undécima; o incluso con el hijo virtuoso que se rebela contra la acogida
ofrecida por el padre al hijo pródigo. Estas reacciones son interpeladoras y yo
las comprendo así: Finalmente, si la mujer adúltera y la mujer fiel tienen el
mismo mérito a los ojos de Dios Padre que perdona abundantemente, si el Padre
mira con la misma ternura al hijo que despilfarra la herencia que a aquel que
hace fructificar el patrimonio, a la oveja que proporciona leche que a la oveja
que derrocha su fuerza perdiéndose en el monte, entonces ¿qué vida colectiva
podríamos construir sobre tales bases? ¿Cómo imaginar seriamente un mundo donde
ya no habría necesidad de arreglar las cuentas? Sería un mundo anárquico sin
escala de valores.
La
palabra de la gracia tiene algo de insoportable, pues hace pesar sobre todo
esfuerzo humano por comportarse como sujeto responsable de su vida, la sospecha
de apuntar finalmente a sustraerse a la gracia. Jesús invitaba a una radical
despreocupación cuando decía: “miren los lirios del campo”, pero precisamente
los humanos no son vegetales y su dignidad reposa en rechazar el comportarse
como tales. Así le decía a la hermana mayor, preocupada de recibirlo
dignamente: “Marta, Marta, te afanas por poco…” Pero la palabra de gracia,
¿Está destinada a reducir a nada todo el valor de nuestros actos de caridad, dando
a entender que que son solamente búsqueda de vanagloria o voluntad perversa de
autoafirmación delante de Dios? Si tal fuera el caso nada, podría impediría
entenderla como la aurora del nihilismo, la invitación impracticable a consentir
a una renuncia absoluta a nuestra responsabilidad de sujetos.
Es
por ello que, según la parábola del deudor inmisericorde (Mt.18,23-35), la
gracia de ser regalado no dura. Esta parábola principia como una parábola de misericordia,
Dios hace gracia, perdona la deuda y aquel que merecía la muerte puede volver a
su casa profundamente renovado. Pero la historia no termina allí. En efecto es
necesario volver a vivir como se ha vivido siempre, en un mundo donde las
deudas se arreglan. Así cuando el mismo se encuentra en la situación de
acreedor, el deudor agraciado lejos de hacer gracia, exige, para gran tristeza
de sus compañeros, que se aplique la Ley. En ese momento todo se invierte y se
vuelve al punto de partida. El deudor inmisericorde se encuentra en prisión
allí donde hay llanto y rechinar de dientes. El don de la gracia no dura para
nuestro deudor porque no sabe cómo comprometerse en una existencia nueva bajo
el régimen de la gracia en el cual ha sido introducido.
La dura sospecha de que no se puede vivir de la palabra de
la gracia constituye la parte sombría de las parábolas de la misericordia. Pero
esta sospecha se encuentra radicalizada hasta su paroxismo por el destino de
Jesús. En la cruz es Él quien efectivamente padece el juicio y se encuentra
destinado “al lugar donde hay llanto y rechinar de dientes”. El ajusticiado que
ha soportado la acusación de blasfemia porque actúa como sólo Dios puede
hacerlo concediendo su gracia, se encuentra en la cruz reducido a nada,
“visiblemente” desaprobado por aquel en el que precisamente se inspira.
Configurado con su palabra, se ha convertido en el hombre de las
Bienaventuranzas, el pobre que llora, que tiene hambre y sed de justicia, aquel
que los hombres odian, rechazan, insultan a causa del Evangelio del Reino; se
encuentra ahora desprovisto de todo medio para reivindicar su justicia puesto
que, ante Dios, Padre de toda gracia, el hombre debe renunciar a exigir que se
le haga justicia. El Kerygma presenta así, en Jesús, a aquel que ha conocido la
angustia del amor que se da hasta la sangre sin obtener un signo de retorno
(Hebreos 4-5). Obediente hasta la muerte, ha sido motivo de risa de la gente
del pueblo tras haber sido abandonado por los suyos cuando el Padre permanecía
en silencio.
Hay algo espeluznante en esta imagen de Jesucristo
crucificado (Gal, 3-1), algo espantoso en la figura de un amor y una fidelidad
tales, dejadas sin respuesta. Por ello que a primera vista la palabra de la Cruz
no anuncia una buena noticia. Más bien proclama que el amor no es digno de fe y
que el camino del amor es un impasse para nosotros como lo ha sido para Jesús
fracasando “visiblemente”, de manera definitiva”. Aquí el amor se revela como
la más bella sin duda, pero también como la menos consistente de nuestras
aspiraciones. En definitiva, amar no puede ser razonablemente nuestra meta. La
cruz pone de manifiesto la inevitable decepción que causa el amor cuando es
anhelado como un ideal de vida, una meta por alcanzar, un objetivo que cumplir.
El cuerpo sin vida del crucificado testimonia que este objetivo permanecerá
para siempre fuera de alcance. Es lo que expresa, en el relato de la Pasión, la
palabra llena de burla lanzada por los sacerdotes y los escribas ante el
espectáculo de Jesús en cruz: “que Dios lo libre si lo ama”.
Desde una perspectiva humana, la imagen de Jesús en cruz
debería hacer dudar de todo, no solamente porque representa un suplicio
horrible e innoble sino más aun a causa de la injusticia que golpea a Jesús y
que debería inspirar, como sentimientos, fundamentalmente la rebelión o incluso
hasta el rechazo. Aquí la crítica nietzscheana del cristianismo es sin duda la
más coherente; no se contenta con denunciar púdicamente en la fe cristiana una
ilusión o un error epistemológico, sino sobre todo una falta de gusto, es decir
propiamente para Nietzsche una mentira, una confusión fundamental acerca del
sentido del ser. ¿Qué más se puede decir?
5.-
La belleza del crucificado
Cuando
el Evangelio de pascua ofrece a la meditación de los fieles la imagen de Jesús
Crucificado y les anuncia que Dios lo ha liberado porque lo ama, los invita a
no dejarse dominar por el espanto que inspira necesariamente la suerte del
justo injustamente ajusticiado y a dejarse más bien conmover por la belleza
paradójica del crucificado. Hay algo luminoso y pacificador que conmueve y
seduce en la figura del amor que va al extremo de sí mismo, sin preocupación de
sí. Éste es el sentido pascual de la
cruz, anunciada en la fe en la resurrección de Jesús en persona. Dicha fe no es
credulidad ciega en una afirmación dogmática sostenida a pesar de todo. No es
tampoco la conclusión de un juicio prudencial acerca de la verdad de la
documentación neotestamentaria, sino que más bien es un doblegarse, seducido
más que obediente, ante la auto revelación del amor, acontecida en Jesucristo. Ésta
vive ahora de la nueva evidencia del amor que se presenta como la única
realidad verdaderamente digna de confianza, superando así el espanto que causa
la imagen del crucificado. Aquí la cruz del resucitado anuncia que, si es
posible amar, no es como perseguir un fin ni como realizar una hazaña para
obtener una recompensa. Sino que me atrevo a decir, es por nada, es decir, no por deber, ni es con la esperanza de volverse
justo o hacerse “como un dios” (lo que fue, recordémoslo, la tentación incluso
de Jesús) sino sólo por amor. Ello porque el amor no se da en primer lugar como
un objetivo que alcanzar sino como la realidad que nos sostiene y que nos hace
vivir. La alternativa ante la cual la fe pascual sitúa al discípulo es
a) o bien el amor es indigno de fe para
nosotros como visiblemente lo ha sido para Jesús y todo lo que podemos decir de
ello se revela más bien como una ilusión
b)
o bien el amor que vive en nosotros reconoce su verdad en este amor que se manifiesta en la derrota visible de Jesús, y no en
primer lugar, en su heroísmo moral. Entonces es posible retomar de buena fe la
afirmación del Kerygma según la cual Jesús en persona vive de este amor que no
pasará jamás y que hoy día nos suscita. Entonces es posible tomar el amor en serio
ya no como el medio para adquirir valor a nuestros ojos o a los de nuestro
entorno o incluso a los ojos de Dios, sino como aquello que nos lleva a vivir,
y busca la libre respuesta de nuestro “sí”.
6.-
Conclusión
Al
comienzo de esta conferencia me preguntaba en qué la afirmación de la
resurrección de Jesús puede y debe ser considerada como una afirmación
histórica. Sin mucha originalidad me apoyé en el consenso teológico
contemporáneo para afirmar que la realidad del acontecimiento no puede ser asegurada
por pruebas que establecen la verdad de los relatos que lo narran. La resurrección
de Jesús escapa a las exigencias de los procedimientos de objetivación, vigentes
en las ciencias modernas. Se trata de un acontecimiento accesible sólo a la fe,
cuya certeza se constituye en el decurso de un proceso de la Palabra que le
abre a la persona los ojos acerca del destino de Jesús como manifestación de la
gramática del amor. Aquí la palabra proceso debe entenderse según las dos
acepciones que tiene en francés: aquello que sobreviene en el tiempo según un
procedimiento reconocible y no bajo la forma de una iluminación repentina y,
por otra parte, aquello que se demuestra valedero soportando la contradicción.
En esta línea era necesario esbozar la lógica de este proceso de la palabra. Es
lo que he realizado bajo la forma de un recorrido existencial, presentando el
Evangelio del Reino como la Palabra de la gracia sin condiciones ofrecida al
pecador, subrayando la contradicción contra la cual choca esta Palabra según el
texto Evangélico mismo: nos preguntamos si es posible para el que recibe la
gracia ser sujeto o bien si la palabra de la gracia exige de su auditor una
renuncia imposible a su responsabilidad de sujeto. Esta contradicción es
llevada a su extremo por la crucifixión, bajo la cruz ¿Quien dirá que ser
sujeto y ser objeto de la gracia van juntos? Como lo he mostrado enseguida solo
la afirmación de la resurrección de Jesús levanta esta sospecha.
Fuera de la apertura
de Pascua, el Evangelio de la gracia no puede ser acogido como una buena
noticia. Sólo en su muerte y resurrección Jesús abre los brazos de Dios, cuando
él mismo aparece como aquel a quien el Padre ha abierto sus brazos. En efecto
mientras la gracia es concedida de lo alto, aplasta más al pecador que la más
inmisericorde de las acusaciones. Pero cuando el Hijo ha pagado el precio de su
palabra y se ha identificado totalmente con ella siendo igual a los pecadores,
el Evangelio de la gracia deja de resonar como la expresión de una
condescendencia que nos aplasta o como la invitación prácticamente nihilista a
una renuncia absoluta a nuestra responsabilidad de sujeto. A la sombra luminosa
de la cruz, las buenas obras de las que somos capaces a pesar de nuestras
ambigüedades, ya no son consideradas con sospecha como la expresión de nuestro deseo
desesperado de adquirir valor, de justificarnos o de salvar nuestra apariencia,
sino como nuestra pobre respuesta al llamado del amor que nos constituye.
Pero este recorrido presenta una dificultad lógica: se podría
pensar que es él el que produce la afirmación pascual como aquello que viene a
resolver en último término la contradicción que amenaza al Evangelio de la
gracia. Ahora bien la afirmación de la resurrección no se produce al término de
un razonamiento que obligue a concluir que es necesario que Jesús resucite para
que la historia termine bien. La afirmación pascual no viene en último momento
a arrancarnos del abismo, aportándonos un final feliz artificial a la
exposición dramática del amor, pues si no la fe que ella obtiene de nosotros no
sería más que credulidad. Por el contrario, la afirmación pascual es la palabra
originaria que nos permite aproximarnos sin desfallecer al abismo, sondear allí
precisamente la precariedad de nuestra disponibilidad al llamado del amor y nuestra
sorprendente capacidad para invertir el movimiento. Siempre bajo la guía de la
afirmación originaria de la Resurrección de su Señor, la Iglesia compromete a
sus discípulos en el recorrido que conduce a Jesús, desde el bautismo en el
Jordán a Jerusalén, donde el Hijo del Hombre será entregado en manos de los
pecadores. Este recorrido exigente los enfrenta con la gracia para que ella
cumpla en ellos su trabajo de purificación y de renovación. Sólo al término del
recorrido, cuando esta afirmación, siempre enigmática, ha cumplido en ellos su
verdad, saben que ella cumple, y pueden a su vez hacer repercutir su mensaje.
Notas
[i] Walter Kasper, Jésus le Christ, Paris, Éditions du
Cerf, coll. Cogitatio Fidei n° 88, 1976, p. 63.
[iv] A. Schweitzer, Geschichte der
Leben-Jesu-Forschung, J. C. B. Mohr, Tübingen, p.
631 s.
[v] « L’interprétation
de la Bible en conflit », in Cl. Barthe
(éd.), L’Exégèse chrétienne aujourd’hui,
Paris, Fayard, 2000, p. 79-80.
[vi] « Dans le cadre de la troisième quête, on a tour à tour fait de
Jésus un rabbi de type pharisien (David Flusser), un prophète apocalyptique (Ed
P. Sanders), un guérisseur populaire (Geza Vermès), un philosophe itinérant à
la mode cynique (F. Gerald Downing), un réformateur social (Gerd Theissen), un
révolutionnaire pacifique (Richard Horsley)14. Résultat : aucun de ces modèles
ne rend compte de la totalité du personnage. Chacun échoue sur une part de la
personnalité du Galiléen. Jésus est irréductible aux catégories
socioculturelles présentes dans son milieu. Jésus de Nazareth s’avère donc
inclassable. » (« Jésus connu et inconnu », op. cit. p.11).
[vii] J. Ratzinger, Foi chrétienne hier et aujourd’hui, Paris, Mame,
1969, p. 31-32.
[viii] « Sa résurrection a été pour lui le passage du "monde présent", empirique, sensible, où se déroule notre
expérience historique en tant qu'elle relève de l'historicité, au "monde à venir" qui fait l'objet de notre espérance et qui se situe
au-delà de l'histoire présente. Sous ce rapport il faut dire nettement
que la résurrection est une réalité
trans-historique» (P. Grelot « La
résurrection et l'histoire », Les quatre
fleuves n° 15-16, Beauchesne Paris 1982, p. 167-169). Dans le même sens
voir J. Ratzinger, Les
Principes de la foi catholique, Téqui, Paris 1982, p 208 :
« Dans cette résurrection la cadre de l'histoire est dépassé, et donc
[...] le Ressuscité n'est pas revenu dans l'histoire intérieure au monde et
accessible à chacun, mais au-dessus d'elle [...]. En conséquence la résurrection
ne peut être un événement historique dans le même sens que la crucifixion. Elle
n'est décrite en tant que telle par aucun récit, et l'instant de sa réalisation
n'est pas déterminé autrement que par l'expression de type eschatologique ‘le
troisième jour. ‘ »
[ix] « La résurrection transcende définitivement la réalité et l'idée
d'un retour à l'existence terrestre [...], elle se situe au-delà de toute
ressemblance avec les représentations courantes de la résurrection » (H. Schlier, La
résurrection de Jésus-Christ, Salvator - Castermann,
Paris-Tournai-Mulhouse, 1969, p 26). Sur
le caractère inimaginable d'une croyance en l'anticipation de la résurrection
générale attendue par le judaïsme dans la résurrection d'un individu isolé,
voir K. Schubert « "Auferstehung" Jesu
im Lichte der Religionsgeschichte des Judentums », Resurrexit Actes du Symposium international sur la résurrection de
Jésus, Libreria editrice vaticana, Cité du Vatican 1974, p. 207-229. Voir
aussi H.-U. von Balthasar, Pâques le Mystère, Cerf Paris 1981, p.185 ; P. Grelot « La résurrection et l'histoire », op. cit. p. 167-169, etc.
[x] « Notre foi demeure liée au témoignage apostolique. Mais cette
dépendance serait pourtant interprétée de façon erronée, pour diverses raisons,
si on voulait l'entendre sur le modèle profane de n'importe quelle
"foi" en un événement auquel on n'a pas assisté en personne, et que
l'on accepte cependant parce que quelqu'un, qui assure l'avoir vécu en
personne, paraît "digne de foi". Car tout d'abord et d'un côté, le poids d'un tel témoignage profane
dépend essentiellement de la mesure selon laquelle celui qui le reçoit, en
raison d'expériences semblables qu'il a lui-même faites, est capable
d'apprécier la fiabilité du témoin. Si donc on jugeait du témoignage
apostolique de la résurrection seulement selon
la modèle profane de la déclaration du témoin, il devrait être rejeté comme non
digne de foi » (K. Rahner, Traité fondamental de la foi, Centurion, Paris
1983 p. 309).
[xi] « Dans l'attente du judaïsme tardif l'eschatologie est située à
la fin de l'histoire. Croire à la résurrection de Jésus signifie au contraire
croire à l'eschaton au sein de l'histoire
[...], la résurrection, en tant qu'œuvre eschatologique de Dieu, comporte un
caractère cosmique » (J. Ratzinger, Les Principes de la foi catholique, op. cit.. p. 208).
[xii] C. Geffré, Le
christianisme au risque de l'interprétation, Les Éditions du Cerf, Coll.
Cogitatio Fidei n° 120, Paris 1983, p. 118.
[xiii] Présentation d'ensemble et bibliographie chez L. Schenke
Le tombeau vide et l'annonce de la résurrection,
Cerf Paris 1970.
[xiv] W. Pannenberg, Esquisse
d'une christologie, Cerf, Coll. Cogitatio Fidei n° 62, Paris 1971, p. 102.
[xv] R. Marlé, Bultmann
et l’interprétation du Nouveau Testament Aubier, Paris 1956, p. 165, citant
Thomas d’Aquin, Somme Théologique III Q.
53 a.3. Sans doute peut-on lire en IIa IIae
Q 5 a 2 «Thomas vit l'homme, il crut le Dieu», ce qui signifie
clairement que Thomas d'Aquin ne doute pas que l'apôtre ait vu l'homme Jésus de
ses yeux de chairs, et que donc, pour lui, le prodige était d'une réalité
empiriquement indubitable. Cependant, si pour Thomas d'Aquin la foi en la
résurrection est appelée par les signes visibles, qui indiquaient la réalité du
retour de Jésus à la vie, ceux-ci laissaient cachée la nature propre de cette
nouvelle vie glorieuse d'ordre essentiellement surnaturel (sur ce point voir
Benoît Duroux, Psychologie
de la foi chez St Thomas, Paris Desclée 1963, réédition chez Téqui 1977,
p. 113).
[xvi] Ainsi K. Barth revendiquera d'un
côté contre Bultmann qu'on parle de la résurrection « comme d'un
«événement réel intramondain [...] dans l'espace et dans le temps humain» (K. Barth, Dogmatique, 4 vol., 26 tomes, Genève: Labor
& Fides, 1953-1980, IV/1, p. 368), «tout en n'oubliant pas ce qu'un tel
événement a de caché et d'invérifiable» (K. Barth, « Rudolf Bultmann, un essai pour le
comprendre », Comprendre Bultmann,
Seuil, Paris 1970, p. 153). Dans le même sens, entre beaucoup d'autres, on
peut lire sous la plume de P. Schmidt : «il s'agit d'une réalité objective, mais cette réalité
n'est pas comme telle saisissable en dehors de la foi » (P. Schmidt, «Fait historique vérité théologique», Communio Tome VII 1982 n° 1, p. 33). Même point
de vue chez G. Ebeling L'Essence
de la Foi Chrétienne, Paris, Seuil 1970, p. 77 ; W. Kasper, Jésus le Christ, op. cit. p. 212.
[xvii] Le jeux des possibles, Fayard, Paris 1981, p.
29. Autrement
dit, loin de raconter la lente dissipation des préjugés, qui auraient
fait obstacle à la perception de la réalité dans sa crue nudité, l’histoire des
sciences rapporte plutôt le lent travail de la théorie pour constituer des
formes d’intelligibilité nouvelles, par le truchement desquelles l’opacité
chaotique d’un réel d’abord inaperçu a pu prendre forme de manière sensée. La
connaissance objective n’est pas celle qui élimine les médiations pour parvenir
à un contact immédiat, c’est au contraire celle qui se dote de médiations de
plus en plus sophistiquées et complexes. En ce sens, pour le praticien des
sciences dures aussi, et pas seulement pour le théologien, il n’y a pas de fait
brut sans interprétation. Cette analogie épistémologique peut trouver des
appuis dans le Nouveau Testament par exemple dans la parabole du mauvais riche
et du pauvre Lazare (Lc 16, 19-31). Elle décrit la situation du mauvais riche
qui, souffrant dans les flammes de l’enfer, s’inquiète du sort qui attend ses
cinq frères s’ils ne se convertissent. Il suggère alors qu’Abraham leur envoie
un messager, en la personne du pauvre Lazare, pour les avertir. Or, la réponse
terrible que Jésus met ici sur les lèvres d’Abraham est interpellante :
« Du moment qu’ils n’écoutent pas Moïse et les prophètes, même si
quelqu’un ressuscitait des morts ils ne seraient pas convaincus » (Lc 16,
31). À elle seule, l’apparition évidente, objective et indiscutable d’un
ressuscité ne suffirait donc pas à rendre crédible son appel à la conversion.
Ce paradoxe, je le comprends ainsi : des auditeurs au cœur dur,
inaccessibles à la parole du messager, seraient effectivement incapables de le
reconnaître pour ce qu’il est. Ils lui dénieraient donc son identité et
diraient « ce n’est pas Dieu qui l’envoie ... c’est un fantôme, nous
sommes victimes d’une hallucination etc. »